Resulta que estaba en mi carro esperando a mis papás mientas ellos hacían las compras en la feria del agricultor, como cada sábado por la mañana. En mis manos no podía faltar un libro, primero porque soy adicta a la lectura, y segundo, porque es parte de mi introversión.
Mientras me consumía entre las letras, escuché una voz de un señor un tanto mayor que me preguntaba: "Disculpe que la interrumpa, ¿qué está leyendo?". Esta vez estaba por terminar la biografía de la Familia Kennedy, escrita por Ted. Así que volteé a mirarlo, le contesté un poco seria y le mostré la cubierta. Una sola pregunta con una respuesta tan sencilla bastó para que entabláramos una conversación acerca de los libros y su valor. Debo reconocer que aunque temía que la charla se hiciera larga, tenía cierta curiosidad por saber a dónde iba a terminar.
Pues bien, entre recomendaciones de lectura, anécdotas de clubes de libros y comentarios acerca de la diferencia entre conversar con una persona que lee y otra que no, terminamos siendo amigos por unos minutos. Él me dio su nombre y yo le di el mío. Luego nos despedimos con una gran sonrisa. Así cerramos nuestro diálogo literario. Así, como suele sucederme cada vez que entablo una conversación con una persona mayor.
Y a pesar de que soy de pocas palabras y de que me cuesta mucho entrar en confianza, debo admitir que disfruto mucho esos momentos. Al igual que cuando puedo ayudar a alguien a encontrar una solución, o cuando puedo brindar algún tipo de información útil, o simplemente hacer que otra persona se sienta bien (o mejor aún, cuando la gente recuerda que la hice sentir bien en alguna ocasión).
Esa satisfacción que me llena luego de ver la sonrisa de agradecimiento y felicidad genuinas en los demás no es comparable con nada. Es una emoción tan gratificante que me energiza y me motiva a ser mejor persona, a querer diseminar la felicidad por el mundo entero. Y aunque sé que puede sonar un poco ingenuo -hasta utópico si se quiere- mi deseo es que cada persona pueda ser capaz de experimentar diariamente la alegría en su corazón, al menos por unos instantes, como un remedio para aliviar el dolor, o apalear la soledad, o simple y llanamente para enaltecer el espíritu y recobrar algunas fuerzas para continuar enfrentando la vida. Por eso es que siempre sonrío (y me río), escucho y abrazo; porque alimenta mi ser y me permite impactar positivamente la vida de alguien más.
Debo reconocer que a veces no es fácil, pero cuando la felicidad se vuelve un estilo de vida y un estado mental la necesidad de contagiar al mundo con alegría se vuelve un acto natural (y viral). Hoy, cuando todavía me pregunto cuál es la razón por la que estoy en este planeta y cuando cuestiono casi todo lo que hago, encuentro un ápice de respuesta luego de conversar con personas como mi amigo literato. A lo mejor nunca me lo pregunté pero siempre lo supe: el propósito de mi vida es que seas feliz y te sintás como una persona plena, aunque sea por un minuto. ¿Has tratado de averiguar cuál es el tuyo?