Es un poco extraño decir esto, pero a menudo, al llegar el
24 de diciembre siento un poco de temor, pues hace algunos años -en esta fecha-
enfrenté dos situaciones atípicas que me conmovieron profundamente y que me
recordaron que el significado de este día radica en compartir nuestras
bendiciones con los demás.
En una ocasión, estaba realizando compras con mi mamá en un
supermercado alrededor del mediodía. Todos los pasillos estaban llenos de gente
e intransitables y las filas en las cajas estaban atestadas de clientes. A mi
lado, una joven madre con un niño de un año que aprendía a caminar esperaba su
turno para pagar, cuando de pronto el niño dio media vuelta y empezó a faltarle
el aire. Ella asustada pedía ayuda pues el bebé perdía color, pero nadie se movía.
Impotencia total. Yo no sabía qué hacer, así que sólo pude gritar solicitando un
médico –en mi mente al menos así algo por ayudar. Pronto acudió una cajera que
sabía primeros auxilios y pudo estabilizar al niño mientras llegaba la
ambulancia para hacer el chequeo necesario. Sin embargo, aunque sólo pasaron
algunos segundos –tal vez poco más de un minuto- entre toda esa zozobra, mi
mente no paraba de pensar en que un 24 de diciembre podría convertirse en
tragedia. ¿Cómo un niño podría perder la ilusión de celebrar una fiesta como
esta? ¿Cómo una madre podría verse tan angustiada en un día de alegría?
Al año siguiente, nuevamente me enfrenté con un una dosis de
realidad de una manera que podría verse como insignificante, pero que de alguna
forma yo sentí un poco cruel. Nuevamente salía de un supermercado junto a mi
papá, luego de comprar un refresco y otro par de cosas para el almuerzo, cuando
una niña de unos siete años que andaba vendiendo no sé qué cosas por la calle se
me acercó y me preguntó: “¿qué lleva ahí?”. Se refería a una bola antiestrés
que acaba de comprar. Y antes de que yo pudiera decir una sola palabra, me dijo
“¿Me la regala?”. Por supuesto que accedí sin dudarlo, con el corazón partido
por el momento, y viéndola cómo jugaba con ese pequeño tesoro. Fue entonces cuando
terminé de interiorizar que esta es una fecha para compartir, para abrazarse,
para agradecer por todo lo que tenemos y por lo que no tenemos (porque aún no
es el momento o porque de verdad no nos convendrá tenerlo).
Con esto no quiero entristecer a nadie. Al contrario. Quiero
decirles –o recordarles, pues estoy segura de que ya lo saben- que estos días son
para compartir, para compartir con el corazón, con bondad, con cariño.
Desenfoquémonos de los adornos y los regalos materiales y entreguemos cariño
sincero. Un abrazo, un beso, un hombro en el cual reposar, unos minutos de
compañía –o mejor aún, de escucha- podrían transformarnos a todos. Una
felicitación o un gesto de perdón también nos podrían hacer mucho bien si los
entregamos con humildad. Durante el año y a lo largo de la vida suceden muchas
cosas, buenas y no tan buenas, favorables y duras, pero hoy tenemos la
oportunidad de hacer de esta fecha una celebración llena de buena voluntad. ¡Regalemos
amor; regalemos valor!
¡Un gran abrazo a todos en esta Nochebuena!
Que el nacimiento que hoy conmemoramos nos motive a iniciar y mantener mejores
relaciones por el resto de nuestros días.
No hay comentarios:
Publicar un comentario